Tomala vo’, dámela a mí… vamo’ a matar un referí

La punta de su sable corvo, colgado a la cintura, repiqueteaba sobre su bota izquierda, el tempo de la varita sostenida con su mano derecha que marcaba el paso de los músicos y embalsamaba la armonía del redoblante en un suspiro. Ese era mi abuelo, Don Ángel Antonio Rampello. Maestro de Banda y sargento del Escuadrón de caballería del Ejército Argentino, en la ciudad de Rosario.


Una tarde del 27 de octubre de 1946, se encontraba junto a un grupo de conscriptos practicando una marcha militar que luego sería el himno de la VIII Brigada de Montaña en la ciudad de Mendoza.
Siempre se ubicaba con su banda bajo el fresco aliento de los jóvenes fresnos y tipas, que hacía un poco más de diez años, se plantaron para acompañar la hermosa estructura del nuevo palomar, en el Parque de la Independencia. Se le pasó por el alto que ese día no era conveniente para hacer ensayar a la banda porque el local, Newell’s Old Boys, recibía al puntero del campeonato, San Lorenzo de Almagro, por la fecha 25 y la cancha se encontraba a decenas de metros de ellos. Pero poco le importó, la gente que ingresaba a esta no hacía tanto barullo y su banda estaba acostumbrada al público que venía al Palomar a observar a las aves y a escuchar su música. Incluso, ni se inquietaron las palomas cuando el local pudo empatar el partido con dos goles convertidos por Alfredo Runzer en los primeros ocho minutos del segundo tiempo.


Hasta que algo perturbó el aire que sentía el maestro al absorber ávidamente el compás de ese canto vivo y guerrero de los instrumentos, entre el arrullo de las palomas. La segunda señal se la dio el sol, que entre las hojas, atravesaba y rompía en un haz de luz sobre el trombón, dejándole en sus ojos la mirada de un águila vieja, un sol que vaticinaba su ahogo en sangre al coagularse en el resplandor estéril como un astro inútil. Don Ángel dejó de ensayar posturas de un tigre domado, con la sincera cara escondida que ampara a la cara del guerrero salvaje que engaña y emitió la voz de alto a los músicos. El conflicto era inminente. Una horda de simpatizantes del equipo local estaban por ejecutar a un hombre.

Lo que había ocurrido es que ante el empate en dos tantos y faltando dos minutos para terminar el partido, el jugador de Newell’s, Ramón Moyano, eludió al arquero Blazina y convirtió el tercer gol que le daría la victoria al local pero el árbitro Osvaldo Cossio, le anuló el tanto por offside de Runzer y entre medio de las protestas, San Lorenzo sacó una contra ataque, que gracias a un desborde y centro de Imbellone y la mala suerte del defensor rojinegro Nieres que quiso despejar el balón, terminaría en gol «en contra», ante la impotencia de su propio arquero, Mussimesi, cambiando así, al equipo azulgrana, en posible ganador del encuentro, pero hubo una invasión de hinchas al campo de juego y no lo dejaron al partido concluir, Cossio se vio obligado a suspenderlo. Esto precipitó en agresiones a algunos jugadores del visitante y luego entraron a perseguir al árbitro.  A su alrededor imperaba el caos. El gas lacrimógeno lanzado por la Policía le hacia sombra al sol. Cossio sentía gusto a sal y sangre. Un fuerte dolor de cabeza, como un pinchazo, lo confundía. Su ropa, desgarrada, se tiñó de rojo por la ceja que goteaba. Con la poca fuerza que le quedaba, logró escapar a través de un agujero de un alambrado hacia el Parque Independencia, en la desesperación, al cruzar la calle, lo atropella un auto que pasaba, pegó en el capot, cayó y fue alcanzado por los hinchas, que comenzaron a golpearlo sin cólera y sin odio, como unos carniceros al comienzo de la jornada. Lo llevaron abajo de un fresno, cerca del Palomar donde armaron una horca en una de las ramas con un cinturón. Era un paisaje icónico e infernal donde faltaba que el Diablo dibuje con su dedo, antorchas y tridentes de una pesadilla multiforme y sin tregua, bajo un coro de demonios que cantaban ¡A colgarlo! ¡A colgarlo!

Y el tigre abandonó las posturas… Dejó caer desde los más alto de la justicia su varita como un martillo. En ese momento los instrumentos musicales se enfundaron inmediatamente y se desenfundaron los sables. Hizo rodear el área a una distancia prudente, sus caballos percherones marcaban con sus cascos la percusión que generaba la adrenalina del guerrero pero debían contener la impotencia, que constitucionalmente, evitaba ajusticiar a la muchedumbre civil. Envió a sus tres mejores hombres a dialogar con los verdugos para tener así la excusa de tener que arremeter a galope limpio en su defensa, pero no hizo falta… Dos de los conscriptos, alejaron a sablazos las garras espantosas de la muerte, junto a las botellas, piedras y atrevidos que quisieron probar su valentía, mientras que el otro desenroscaba la víbora de cuero que rodeaba el cuello del árbitro. El sargento Rampello ordenó acercarse un poco más a ellos y los resoplidos de los caballos sedientos de combate bastó para que abandonaran cualquier imprudencia más y los dejaran salir ilesos del rescate. Don Ángel mientras marcaba replegar a sus subordinados y ya con la misión cumplida, no pudo evitar observar en los ojos de esos salvajes, el abismo que había en sus ojos llenos de ideas horribles y muecas de náuseas amargas porque Cossio estando inconsciente, mientras lo llevaban en andas, mantenía una sonrisa inmutable con sus treinta y dos dientes. Luego les dio su propio auto a los tres soldados para que lo lleven al Hospital Británico de Rosario y lo sigan protegiendo a toda costa.

A Cossio lo atendieron rápidamente ya que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza con lesión en el hueso temporal derecho, heridas cortantes en brazos, piernas y rostro, además de una conmoción cerebral. Los tres soldados hicieron una guardia celosa fuera de su habitación, luego dejaron entrar a dos de ellos mientras que el tercero se quedó en la puerta muy enojado. Le preguntaron cómo se sentía y con muecas de dolor les agradeció sus gestos heroicos y que le hayan salvado la vida.

_Tengo entendido que me salvaron tres de ustedes, ¿ dónde está el otro? _preguntó el árbitro al tiempo que ingresaba el soldado en la puerta, prepotentemente a la habitación y le dijo:

_¿¡ Usted está loco. Se puede saber papá por qué carajo les gritó a esos tipos Viva Central, hijos de puta!? Con razón estando inconsciente se cagaba de la risa…

_¿Y para qué tengo un hijo Guerrero? ¡Yo salí corriendo a buscarte para que me defiendas! _le respondió Cossio ante las risas de sus dos colegas.

Al poco tiempo se alertaron, que la furia de los hinchas no se detuvo. Rodearon el nosocomio con el fin de volver a la carga por Cossio. Entonces, los mismos soldados debieron cargarlo al auto de su sargento, esconderlo en el baúl y trasladarlo hacia San Nicolás. Desde allí, finalmente escapó hacia Buenos Aires en tren.

Finalmente San Lorenzo salió campeón esa temporada, Newell’s terminó en la semi penumbra de la mitad de la tabla.  De Cossio y sus tres héroes no se supo más y los arbitrajes en Argentina siguieron siendo deficientes, favoreciendo en general a los clubes más poderosos. A punto tal que dos años después la AFA contrató 8 árbitros ingleses para que vinieran a estas lejanías a imponer justicia dentro de los campos de juego. El maestro Ángel Rampello, jubilado del ejército, se dedicó a componer tangos y camina de civil siempre con traje y bajo su sombrero, mantiene sus ojos de águila vieja por avenida Gogoy rumbo al cementerio. Pero eso es otra historia.

por Mariano Frigini

Inspiraciones y agradecimientos:

  • Hugo Farina
  • Alejandro Fabbri
  • Alberto Murphi
  • Andrés Yossen
  • Germán Tinti
  • Alejandro Frigini
  • Emil M. Cioran
  • Charles Baudelaire
  • Museo Jacobo Urso

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